martes, 27 de septiembre de 2011

¡Te regalo mis calzones!


Luis Alejandro López

Esto pasó hace como cinco meses ya, pero igual lo voy a contar a ver si reactivo mi blog y porque me pareció cómico.

La cosa fue así. Salí un viernes de fiesta, tomé como si fuese a pasar de moda y me emborraché hasta más no poder. El día anterior había dejado la ropa lavando, pero esa tarde no la fui a buscar porque estuve ocupado, así que dije: “bueno, la busco mañana”.

Así fue, la mañana siguiente me paré con una resaca que sentía que me iba a morir, pero como no me quedaba ni un interior limpio, salí a buscar la ropa. El viaje era corto, porque el lavadero queda a dos cuadras, así que no hubo drama con eso.
Como es costumbre, a los pocos minutos de estar despierto, tenía más ganas de comer que de vivir, así que pensé en preparar una pasta. El problema: no tenía cebollas, ni ajo. Pero teniendo una verdulería justo al lado de mi edificio, sería el colmo no bajar para comprar eso que me faltaba, así que decidí hacerlo.

Como dije antes, no tenía nada de ropa. Abrí el bolso de la ropa limpia que recién había buscado; agarré lo primero que conseguí, me vestí y bajé. No sé si todos lo habrán experimentado alguna vez, pero cuando uno saca la ropa de la secadora, tiene una especie de electromagnetismo que hace que se pegue. ¿Pero qué carajo me iba a dar cuenta en ese momento con la reseca que tenía?

El hecho es que bajé a la verdulería como si nada y desde que salí del edificio hasta que llegué ahí, noté que todo el mundo me veía con cara rara. Pensé que era por mi apariencia de destrucción, pero no.

Una vez que entré al sitio, pedí mi par de cebollas y mis ajos, cuando de repente se me acercó un muchacho para decirme: “Che, disculpame, se te cayó (casho) algo”. Ahí me dije a mí mismo “¿Qué coño se me habrá caído si no traje nada?” Volteé y veo una mancha azul en el piso (sin lentes no veo un coño).

Total que me hice toda una película paranoica de que el pana me quería robar o quién sabe qué, pero me extrañaba que todos me vieran fijamente. Al acercarme, reconocí el artículo en cuestión. Sí, era mío. Un interior, encima lleno de huecos (sí, esos que son comodísimos).

En ese momento, entendí todo. Gracias al electromagnetismo mencionado anteriormente, tenía un interior pegado en la espalda. Por eso es que todo el mundo me veía con mala cara desde que salí del edificio.

¿Pero qué podía hacer en ese momento? ¿Negar que era mío, cuando todos vieron que llegó conmigo y encima con el cariño que le tenía? (Ya falleció cristianamente). ¡Pues no!, con la frente bien en alto, agarré mi interior, me lo metí en un bolsillo y pagué mis verduras.

Por supuesto, en ese momento deseaba morir, pero una vez más, a las pocas horas terminé cagándome de risa y, ahora después de unos meses, lo comparto con mis escasos seguidores y visitantes esporádicos.


C'est fini